lunes, 23 de octubre de 2017

Volumen 4 Capitulo 8

“La tierra del conocimiento” —Un votación—






Una motorrad circulaba por un prado con arbustos dispersos.

Iba cargada con equipo de viaje a ambos lados y sobre de la rueda trasera. Seguía una carretera que se prolongaba en línea recta, dejando que su motor rugiera. La tierra marrón rojiza de la carretera estaba agrietada tras la época de lluvias.

La conductora llevaba un abrigo marrón, con el dobladillo sobrante de este enrollado en los muslos. Llevaba un gorro con orejeras y gafas. La parte inferior de su cara era joven, como de adolescente.

Probablemente por el resplandor del sol que tenía delante, se bajó la visera del sombrero con la mano izquierda.

“Sí, no lo necesito”, dijo la conductora repentinamente. La moto le respondió:

“¿El qué, Kino?”.

“El abrigo. No lo necesito para conducir en esta estación, tengo mucho calor”.

La conductora llamada Kino se abrió el cuello del abrigo, dejando entrar el aire. Debajo llevaba una chaqueta negra.

“¿Quieres parar para quitártelo?”, le preguntó la moto.

“No, no hace falta. Ya puedo verlo. Mira, Hermes”.

Señalaba hacia la carretera que tenía delante, donde, antes de empezar el horizonte, se veían unas sombras rectangulares que parecían palos clavados en el suelo. Eran las murallas de un país.

“Llevaré solo la chaqueta cuando me vaya del país. Pondré el abrigo sobre el portaequipajes. Como hace calor, tampoco tendré que cambiarme la camisa fina”.

“¿Y el abrigo de invierno? Supongo que tampoco lo necesitarás”, le preguntó la motorrad llamada Hermes. Kino asintió.

“Ah. sí. Entonces tampoco necesitaré el gorro ni los guantes. No puedo cargar con tantas cosas hasta el próximo invierno. Seguramente los venda o cambie por algo, no voy a tirarlos sin más. Les he cogido cariño”, dijo con tono apenado.

“Bueno, qué le va a hacer. Los humanos tienen talento para desechar lo que no necesitan, ¿sabes?”, dijo Hermes intentando consolarla, y continuó:

“Aunque a veces te encuentras con gente torpe que no puede desecharlas y tienen media casa llena de cosas”.

“Hubo un escritor que era así. Lo pasó mal porque no podía deshacerse de sus libros”.

Las murallas crecieron rápidamente mientras se acercaban y, finalmente, llegaron frente a las puertas.


Pasaron el control de inmigración de las puertas y Kino preguntó por un hotel. Cuando llegaron, el sol ya se había puesto.

Tras ducharse y comer, Kino fue a descansar al vestíbulo y se puso a mirar un mapa del país.

“¡Oh! ¡Bienvenida, viajera! ¡Gracias por venir! ¡Bienvenida al hotel!”.

Se giró al oír una fuerte voz con acento marcado.

“Soy el dueño del hotel. Bueno, siéntate. Si quieres saber algo de este país, puedo enseñártelo”.

El hombre le hablaba fuertemente a una Kino perpleja. Su voz resonaba por todo el vestíbulo y parecía estar un poco ebrio. Un empleado en recepción que lo desaprobaba abiertamente, observaba a Kino.

Ella se presentó y se sentó en un sofá. El hombre se sentó frente a ella.

Sin esperar a que le preguntasen, el hombre empezó a hablar de cómo había fundado el hotel. En una conversación unilateral, le contó en voz alta que lo había dejado a cargo de la juventud y que ahora disfrutaba de una vida relajada.

Kino le respondía amable y educadamente.

“¿Has venido por el festival, viajera?”.

Ella le preguntó a qué se refería.

“Oh, ¿no lo sabes? De acuerdo, te lo explicaré. Pero primero, te hablaré un poco de este país”, dijo el hombre, y se lo explicó brevemente.

El país era un reino y era costumbre que el rey fuera un médico.

Tiene su propio sistema de seguridad social. Todos los gastos médicos están cubiertos y todos los pacientes reciben tratamiento en el hospital real. Además, bajo el gobierno del rey, los médicos tenían una alto estatus social.

“Y ese autoproclamado festival, no es en realidad un festival, sino un día de elecciones. Simplemente algo más para las elecciones. Es un festival en honor a las elecciones”, dijo el hombre.

“¿Unas elecciones? ¿Y qué se decide?.

El hombre sonrió ante la pregunta y bajó la voz a propósito.

“Decidimos las personas a la que no se les necesita. Esas personas son condenadas a muerte. Hay que desechar todas las cosas que no se necesitan”.


El hombre dijo que era algo histórico y comenzó a explicar la votación.

Hace unos 150 años, el país experimentó una severa crisis alimentaria al sufrir incesantes malas cosechas. Se propagaron el hambre y las epidemias.

El rey de aquel entonces planificó un asesinato masivo como último recurso. Para elegir a las personas que morirían, tenían que votar a la persona más importante para ellos y así el país decidiría matar a quienes no fueran elegidos. Aunque él mismo no fuera elegido, el rey podría ser ejecutado.

Por miedo al resultado de las elecciones, nadie quería ser innecesario. “Aunque estemos en esta gran crisis, nadie fue considerado como innecesario...”

El rey estaba conmovido por la conciencia de su gente y se avergonzó de su decisión. Finalmente, decidió compartir y superar las dificultades junto a los demás.

Poco después superaron la crisis y sus ideales llevaron a crear el actual estado de bienestar que es este país.

Desde entonces, hacen sin falta las elecciones anuales con este histórico significado en mente. Cualquier ciudadano capaz de escribir, apuntará los nombres de las personas que son importantes para él.

Cada año se apuntan los nombres de todos. En este país, todos los ciudadanos se necesitan entre sí. Este hecho es lo que se celebra.


“Comprendo... Entonces, ¿no se han deshecho de nadie?”, preguntó Kino.

“¡Pues claro que no! Eso es inaudito. No somos una país tan perezoso como se dice. Por ser innecesario debes morir. Si se diera el caso, tenemos el equipo preparado para ello, aunque nunca se haya usado. Está de decoración en el castillo, oxidándose. ¿Qué te parece? Una gran historia, ¿no? Impresionante, ¿eh?”, dijo el hombre, soltando una molesta carcajada en voz alta con su acento marcado.

“Sí...”

Un hombre que rondaba la treintena y vestía un traje se acercó al hombre y le dijo un poco preocupado:

“Padre, ¿te importaría bajar un poco la voz?”.

“¿Cómo? ¡¿Desde cuándo eres tan importante?! Yo fundé este hotel. ¿Lo entiendes?”, le gritó. El hombre de traje se puso nervioso.

“Sí, pero...”

“¡Eh, vete ya! ¡Ponte a trabajar! Te equivocas si crees que puedes holgazanear como yo. ¡Te quedan veinte años para poder mandarme! ¡Estoy con una huésped! ¡¿Lo has entendido, director?! ¿Qué contestas?”

“... Sí”.

El hijo no discutió más y se fue resentido. El hombre se quedó mirando la espalda de su hijo y resopló.

Se volvió hacia Kino y habló todavía más alto.

“Pues en ese festival hacen un escándalo cuando beben. Viajera, puedes unírtenos si quieres. Todo será gratis y habrá mucha comida buenísima”.

“Muchas gracias”, le agradeció Kino, sumisa.

Luego, Kino le preguntó dónde podría intercambiar o vender su ropa de invierno que ya no necesitaba.

“¡Oh!”, se sorprendió el hombre.

“Yo me encargo. Mañana le pediré a la tienda que abastece al hotel que te los compre por un buen precio, aunque esté hecho harapos. Somos socios desde hace mucho, deberían tenerlo en cuenta. Vuelve cuando empiece el festival”. Volvió a reírse en voz alta.

“Me será de gran ayuda”, dijo Kino.

“¡No hay de qué! ¡Los seres humanos viven para ayudar a los demás! ¡Eso significa ahora que soy alguien importante para ti, viajera!”, gritó sin respetar a la gente de su alrededor.

Kino echó un pequeño vistazo al vestíbulo y le preguntó:

“Por cierto, ¿yo puedo votar?”.

“Lo siento mucho, pero no se les permite a los viajeros”.


Era la mañana del segundo día desde que entró al país.

Kino se levantó al amanecer. Realizó sus ejercicios junto a Hermes, que dormía profundamente. Practicó como usar su persuader llamada Canon y le hizo mantenimiento.

Mientras desayunaba, se lanzaron muchos fuegos artificiales. Por la carretera, pasaba un vehículo publicitario anunciando: ”Hoy es el día de las elecciones. No os olvidéis de votar.”


Después de comer, volvió a su habitación.

Abrió la mochila y sacó la gruesa chaqueta y pantalones de invierno, la gorra con orejeras y los guantes de piel. Los dobló cuidadosamente y los puso sobre el escritorio.

Se quedó mirándolos y susurró:

“Me habéis sido de gran ayuda... Gracias”.

“De nada”, dijo Hermes.

“Vaya, ya estabas despierto”, se giró hacia él sonriendo.

“No, hablaba en sueños”.

“Lo que hay que ver... Ya era hora de que te levantaras”, dijo Kino. Y Hermes contestó con voz grave:

“Es difícil, ¿sabes? En primavera, uno duerme un sueño que no conoce el amanecer”.

“......”

Kino se quedó callada.

“¿Qué pasa, Kino?”.

“No te equivocas”.

“Qué grosera”.


Kino y Hermes fueron a visitar la votación. Siguieron a la gente que caminaba por la calle.

La gente entraba a un gran edificio rodeado de vegetación en el centro del país. Los guardias le explicaron a Kino que el rey trabajaba como director del hospital central.

Como a Kino y Hermes no se le permitía entrar, se quedaron un tiempo observando la entrada.

“Seguro que no escribirán tu nombre este año”.

“Ni el tuyo tampoco”, se molestaba una pareja cogida de las manos. También había gente que venía con sus familias y desayunaban tranquilamente en el césped antes de votar.

“Cuánta tranquilidad, ¿verdad?”, dijo Hermes.


Poco después del mediodía, Kino se estaba tomando una taza de té en la cafetería cuando volvieron a sonar fuegos artificiales. Alguien anunció que se habían acabado las elecciones. Se estaban procesando los resultados y cuando se dé a conocer quiénes no eran necesarios, comenzará el festival.

“Lo sabremos al atardecer. Aunque todos los años nadie sale elegido”, dijo alguien.
Por la tarde, Kino y Hermes acabaron de hacer turismo y volvieron al hotel. Se habían colocado puestos y mesas, y se decoraron las carreteras y la entrada al hotel apresuradamente para el festival.

Cuando el sol se ocultaba tras las murallas, sonaron los fuegos artificiales por tercera vez y el vehículo publicitario anunció que el festival se realizaría como estaba programado.


El festival empezó al anochecer. Habían luces por todos lados y la ciudad estaba animada.

Kino buscó al propietario del hotel y le preguntó si había hablado sobre la venta de la ropa de invierno. “¡Claro! Yo me encargo”. Dijo el hombre en voz alta, bastante borracho, y llevó a Kino a la tienda.

Entró en la tienda vociferando y le preguntó al dueño de la tienda cuánto le daba por la ropa. El dueño dió un precio. “Somos amigos, ¿no? Súbelo un poco más”, pidió el hombre irracionalmente. Tras discutir un rato, aceptó de mala gana a un precio demasiado alto, con una cara malhumorada.

“¡Hasta luego! ¡Disfruta del festival, viajera!”. El hombre salió de la tienda de buen humor. El dueño de la tienda le echó una mirada impasible.

Kino le habló al dueño.

“Esa persona parece conocer a mucha gente”.

El dueño la miró.

“Y cuando te conoce a ti, le pides ayuda... eso te convierte en un cliente desagradable. Pero si no haces esas cosas, se hace difícil viajar, supongo. Bueno, en fin, no te preocupes”.

“Gracias. Por cierto, ¿puedes darme cuatro camisas de esas?”

“Marchando”, dijo el dueño y se las envolvió en papel. Entonces, paró de repente.

“Sabes... Él antes no era así. Empezó por cuenta propia y dirigió un espléndido hotel, y a pesar de perder a su esposa. Después de que los demás le aconsejaran que se retirara, se hunde en el alcohol todos los días. Ahora no solo los vecinos, sino hasta su familia y empleados lo consideran un fastidio. De verdad que no me gustaría ser alguien así, consciente de que perjudica a los demás”, dijo el dueño, con tono apático.

“Entiendo”, murmuró Kino.

Tras esto, fue al festival solo para comer la comida que se repartía en él. Luego, volvió para comprar lo que necesitaba a bajo precio.

Cuando volvió al hotel, el dueño estaba en la calle borracho montando un escándalo.


Al día siguiente, era la mañana del tercer día desde que había entrado al país.

Como siempre, Kino se levantó al amanecer, entrenó y realizó mantenimiento a Canon.

Al rato, se dió cuenta que había un poco de ruido proveniente de la calle. Miró por la ventana y vió a un coche parado en la entrada. Entraban muchos policías uniformados.

Kino bajó al vestíbulo. El hijo y la familia del dueño en pijama y otros empleados hablaban con la policía.

Kino le preguntó a un empleado qué había pasado. Él le respondió con cara seria.

“El dueño ha muerto”.

“¿?”.

Kino escuchó su versión de la historia.

El dueño no volvió a casa la pasada noche, pero nadie le dió importancia por el festival. Sin embargo, fue encontrado tirado en un callejón. Lo llevaron a un hospital y confirmaron su muerte. Aparentemente, de un ataque al corazón.

“Por eso le dijimos que no bebiera tanto...”, dijo el hijo, desolado.

Luego, Kino vió cómo el hijo y su familia se iban con la policía.

Le preguntó al empleado si habría un funeral hoy.

Él le respondió: “No. Lo siento, viajera, pero en este país no hacemos funerales. Después de que la familia se despida del difunto, tan pronto como esta tarde, se pondrán las cenizas en el cementerio del país... Al fin y al cabo, los seres humanos solo existimos hasta que morimos”.


Alrededor del mediodía.

Kino hizo la maleta, le puso gasolina a Hermes y se marchó. Llevaba su chaqueta con un cinturón ancho en la cintura. Canon colgaba de su muslo derecho.

El abrigo estaba doblado y amarrado en el portaequipajes.

Pronto llegaron a la puerta occidental, donde había algo parecido a un parque en el lado derecho de la carretera. Habían grandes árboles, bancos y zonas techadas dispersos y grandes monumentos de piedra.

Había mucha gente congregada en un lugar, ocupadas con algo. Cuando se separaron, fueron en dirección a Kino y Hermes. Alguien les vió y les llamó. “Eh, viajera”. Era el hijo del fallecido dueño.

“Hemos acabado. Es ese monumento de piedra de allí. Si quieres...”

“Claro”.

“Tenemos que irnos. Cuídate, viajera”.

Después de esperar a que el grupo pasara las puertas, Kino empujó a Hermes hasta el monumento de piedra.

Un joven con una bata blanca y varios trabajadores limpiaban donde antes estaba la multitud.

“Doctor, nos vamos”, le dijeron los trabajadores al hombre que llevaba bata blanca. Recogieron las herramientas y cruzaron las puertas.

El hombre escribía algo en unos documentos. Se percató de Kino y le dijo:

“Soy médico. Tengo que escribir el certificado de defunción”.

“Entiendo”.

Kino se colocó frente al monumento de piedra, se quitó el gorro, cerró los ojos lentamente y movió un poco los labios. Le explicó al médico que se había estado quedando en el hotel del hombre enterrado.

“Ah, ¿sí?”, murmuró el médico. Detuvo su mano y la miró.

“Eeh... Sé que ibas a salir del país y que tienes un largo camino por recorrer, pero, ¿puedo quitarte algo de tiempo? Solo quiero hablar contigo sobre una cosa”.

“Supongo que no me hará daño”.

“¿Qué es? ¿Una historia interesante?”, preguntó Hermes.

El doctor le contestó: “Bueno, no sé si la encontrarás interesante o no, pero será un buen souvenir para tus viajes. Va sobre el maravilloso sistema de este país”.


El médico acabó de redactar los documentos y cerró la carpeta.

Le propuso a Kino que se sentara y fue a sentarse él, pero se detuvo y dijo que se le ensuciaría la bata. Kino aparcó a Hermes a un lado y se sentó sobre él.

“Pues bueno, ¿de qué va la historia?”, preguntó Hermes. El médico dijo sonriendo ligeramente con un tono bastante normal:

“La verdad es que al hombre que murió esta mañana y lo acaban de enterrar, lo maté yo”.

Kino le preguntó sin inmutarse: “¿Qué quieres decir?”.

“Pues justamente eso. Lo maté con mis propias manos. Cuando lo llevaron al hospital al amanecer, solo era por una intoxicación etílica, pero tenía la conciencia nublada. Tras tratarlo, confirmamos que se trataba del 'anónimo'. Y así, tuve que inyectarle una droga intravenosa y matarlo. Estaba algo nervioso. Después de todo, era la primera vez que lo hacía solo”.

“No lo entiendo. ¿Qué es un 'anónimo'?, preguntó Hermes.

“Ah, disculpad. Veamos... en este país con 'anónimo', nos referimos a quien no ha sido escrito en las elecciones. Aquellos cuya existencia se ha calificada como inútil. Hmm... ¿Ya conoces las votación y la historia tras ella?”

Kino asintió y dijo: “Pero había oído que nunca se habían deshecho de nadie desde que comenzó”.

El médico dijo divertido: “Son todo mentiras”.

“... Entonces, en realidad, ¿os habéis deshecho de más gente anteriormente?”.

El médico asintió. “Sí. Desde el comienzo de la primera gran hambruna, había un considerable número de anónimos. Mermamos la población de niños y ancianos inútiles, principalmente. El rey de entonces era un hombre de convicción. Hacía cualquier cosa que se propusiera. Pero claro, las ejecuciones públicas son desagradables. Si su gobierno estuviera basado en el terror, la gente que fue elegida como necesaria tampoco estaría contenta. Y así, para no alterar psicológicamente a nadie, se nos ocurrió la idea de deshacernos de la gente en secreto”.

“Exactamente, ¿cómo lo hacéis?”

“Es sencillo. ¿Sabéis que el rey es médico? Es quien dirige el hospital central y todos los médicos están directamente bajo su mando”, dijo el médico un poco orgulloso. Kino asintió.

“En el hospital, los médicos hemos perfeccionado una gran variedad de formas de deshacernos de la gente. Cuando salen los resultados de la votación, se hace una lista con sus nombres. En el momento en el que una de esas personas venga al hospital, se le asesinará. Hasta que comienzan las siguientes elecciones, claro”.

“Comprendo”.

“Ajá...”

“Aquellos seriamente enfermos o heridos morirán por si mismos. Los que no, serán desechados argumentando que su condición cambió repentinamente, tras administrarles la droga intravenosa. Los más fácil y común con lo que lidiamos son los accidentes de tráfico. Si no están muy heridos, puedes decir que se golpearon la cabeza y que tuvieron una hemorragia cerebral. Otro caso sencillo es la intoxicación etílica”, continuó el médico.

“Sin embargo, la verdad es que a veces hay anónimos que están alerta y no nos dan ninguna oportunidad. Hay gente que no se pone enferma ni se hiere. En esos casos, no podemos hacer nada. Nos deshacemos de ellos inventándonos una enfermedad durante el examen físico anual que es obligado por ley”.

Kino le preguntó: “¿Y seguís haciéndolo cada año?”.

“Si, así es, se ha convertido como en una tradición. Suelen ser una docena al año la gente a la que se desecha”.

“¿Nadie lo ha llegado a descubrir?”

“Bueno, existen algunas sospechas... Sin embargo, aunque oficialmente la causa de la muerte sea accidental, se mire por donde se mire, la verdad es que murió porque no eran útiles para nadie. Nadie llega sospechar lo suficiente como para inmiscuirse en las causas de la muerte. A primera vista, la familia se entristece muchísimo. Pero en realidad están encantados y, al día siguiente, o más bien, cuando acaba el entierro, siguen con sus vidas. Recibirán el seguro y el país correrá con los gastos del entierro. En caso de accidente de tráfico, los autores que sin saberlo ayuden a deshacerse de alguien serán juzgados favorablemente”.

“Entiendo”.

El médico pasó página a los documentos que llevaba.

“Hmm, en el caso de esta persona... ah, como pensaba, el año pasado tuvo menos votos que el anterior, y pasó lo mismo con el anterior a ese. Se iba haciendo cada vez más anónimo. Que él fuera el primero en ser desecho fue mera coincidencia. Él iba de camino al hospital cuando me llamaron para el trabajo. Fue un caso sencillo”.

Cerró los documentos y soltó un fuerte suspiro.

“Estaba muy nervioso. No hubiera sabido qué hacer si se despertaba mientras lo hacía. Pero acabé sin problemas, he escrito el certificado y ha acabado el entierro. Siento que mi trabajo como médico se ha realizado. Por eso quería hablarlo con alguien”, dijo el médico un poco avergonzado.

“¿Solo lo saben los médicos? ¿O las enfermeras también?

El médico asintió a la pregunta de Kino.

“Solo los médicos y las enfermeras. Tras graduarse en la universidad real de medicina y enfermería, hay un examen a nivel nacional. Cuando lo pasas, tienes una audiencia con el rey, quien te lo contará todo personalmente. Ah, aunque solo los médicos puedes deshacerse de alguien”.

“Cuando lo supiste, ¿qué pensaste?”

“Estaba... impresionado. Estaba sorprendido y decepcionado. Pero las poderosas palabras del rey me llegaron a mi corazón: 'Damas y caballeros. Las cosas inútiles son innecesarias. La preservación de quien tiene valor para la gente o este país, y deshechar totalmente a quien sea innecesario es importante. Y vosotros, quienes tienen las mayores habilidades y astucia, cumpliréis esta obligación'... Estaba profundamente conmovido...”

Los ojos del médico se humedecieron ligeramente. Miró a Kino, ansioso por hablar.

“Estaba pensando... Los humanos se supone que vivien en conjunto, ¿no? Así que los que sean considerados como innecesarios no deberían existir. Tienen que ser desechados. Es algo muy natural. Es construir un país sin desperdicios. Es un gran programa de bienestar social. Y todo involucrando solo al sector médico. Por eso este trabajo me parece tan gratificante”:

Kino se quedó en silencio cuando el médico acabó la historia.

“¿Se ha dado el caso de que se fallara en ocuparse de alguien?”, preguntó Hermes.

“¡Eso es algo impensable!”, dijo el médico elevando la voz, acalorado.

“¡Sería intolerable para los médicos y enfermeras que fallaran! Nos lo tomamos muy en serio. Si se diera la posibilidad de que una persona fracasara por la presión del momento y el lugar, se le juntaría con otras personas que tengan el conocimiento y la experiencia. Si esa persona aun así no lo logra, tendría que devolver el diploma inmediatamente”, dijo con tono severo.

“Quiero seguir ganando experiencia en curar tanto como en deshacerme de alguien. 'Una persona que cura debe estar seguro de cómo curar y una persona que se deshace de alguien debe estar seguro de cómo deshacerse de él'. Me gustaría poder trabajar solo pronto”.

“Comprendo. Sí. Ha sido bastante interesante”, dijo Hermes. El médico estaba avergonzado por alterarse un poco.

“Gracias por escuchar mi historia. Es algo que no debe mencionarse en este país, así que me siento completamente reconfortado. Viajera, si te sientes mal, no dudes en volver cuando quieras. Yo mismo me haré cargo de tu tratamiento. Por difícil que sea la operación o lo larga que sea la hospitalización, aunque seas una viajera, no te cobraremos. Este país se enorgullece de dar el mejor tratamiento que existe”.


El médico se sacudió suavemente las manos y cruzó las puertas.

Kino sacó a Hermes del cementerio y encendió el motor. Miró el monumento por última vez y partió.

“......”

Por un tiempo, Kino condució a Hermes en silencio, siguiendo la carretera por un prado con arbustos a ambos lados.

Con el tiempo, Hermes habló. “Kino. Déjame adivinar qué estás pensando”.

“¿Hmm? Ah”. Dijo Kino.

Luego añadió:”Sería impresionante si lo adivinaras”.

Hermes dijo dándose aires de importancia.”Pues... teniendo en cuenta la historia del médico y mi propia experiencia hasta ahora, tienes que estar pensando algo como:

'Ah, es solo que... no es que tenga alguna dolencia ni nada, pero hubiera estado genial que me hubieran hecho algunos reconocimientos médicos en el hospital, aunque no me gusten las inyecciones...'”

“......”

Kino se quedó en silencio. La motorrad circuló suavemente, con el rítmico ruido del motor.

“Hermes...”

“¿Hmm?”.

“Es cierto. Palabra por palabra”, dijo Kino con tono agrio.

“¡¿A que sí?!”, dijo felizmente.

“¡Ah! Eso me recuerda...”, dijo inmediatamente  elevando la voz.

“¿El qué?”.

“¿Vendiste los guantes de invierno?”.

“Sí”, asintió.

“Pero, ¿no habías dicho que no te gustaban los guantes porque te hacían daño y que los ibas a guardar para recoger leña y demás hasta que estuvieran hechos jirones? Y no hace mucho”.

“......”

Kino de repente apretó los frenos. La rueda delantera se detuvo ruidosamente mientras se deslizaban.

Se giró hacia la carretera que acababa de recorrer. Ya no podía ver ni el contorno de las murallas en el horizonte.

“... Lo dije”.

Contempló la carretera con una mirada de desaprobación y Hermes dijo con tono neutro:

“Qué inesperado que cometieras un error por descuidarte”.

“......”

Kino sacudió un poco la cabeza. Todavía tenía cara amarga.

“¿Y ahora? ¿Damos la vuelta?”

“No podemos hacer eso”, contestó firmemente.

“¿Y los guantes?”.

Mientras miraba la dirección hacia la que se dirigían y giraba la rueda delantera hacia allí, respondió:

“Algún día, en alguna parte, encontraré un reemplazo”.

“Ya”.

“Sigamos”.

Tras esto, puso en marcha a Hermes.

En un momento, la rueda trasera levantó polvo mientra giraba y la motorrad se alejó.


 Traductor Eng-Esp: JuanGR Tyr